Morir en Andalucía. Dignidad y derechos. Diciembre 2017

1.1. Introducción

Dentro del ámbito de la salud son muchos los asuntos y cuestiones que concitan el interés de esta Institución y justificarían su abordaje desde el formato amplio que representa un Informe Especial al Parlamento de Andalucía. No obstante, siempre es necesario elegir y en esta ocasión hemos optado por centrar nuestra investigación en una materia, los derechos y garantías inherentes al proceso de la muerte, que incide en un ámbito de cuestiones que por razones culturales siguen siendo tabú para una parte importante de nuestra sociedad pero que cuyo abordaje nos parece ineludible en una época como la actual.

Hasta no hace tanto tiempo, la inevitabilidad de la muerte ante los embates de cualquiera de las muchas amenazas que se cernían sobre la salud de las personas y la conciencia de lo efímero de la vida humana, llevaron a una sociedad temerosa por lo que pudiera depararle la otra vida a aferrarse al goce de lo cotidiano y a renegar de cualquier conversación, referencia o comentario que trajera a colación el temido tránsito al otro mundo.

Hablar de la muerte era tabú en España y sigue siéndolo aun hoy en determinados entornos sociales, especialmente en el mundo rural. Pero las mentalidades están cambiando muy rápidamente al ritmo de las innovaciones científicas y los avances en el campo de la salud, que han posibilitado que la esperanza de vida se alargue hasta situarse cerca de los 90 años y que muchas enfermedades que antes eran necesariamente letales puedan ahora ser objeto de tratamiento y, si no curadas completamente, al menos convertidas en enfermedades crónicas o de larga duración.

La muerte sigue siendo inevitable, pero ya no llega pronto y rápido. Como bien señala la profesora Olga Soto en su obra “Cuidar la vida y velar la muerte”2 , “hoy la enfermedad viene para quedarse, no se pasa, se vive como una constante presencia. En el ideario social la enfermedad ha dejado de identificarse con la muerte. La posibilidad de una muerte precoz ha desaparecido de la escena pública y ha dejado de percibirse como un riesgo posible para convertirse en un hecho excepcional”.

Actualmente la mayoría de las personas que fallecen en nuestro país lo hace a una edad avanzada y después de un proceso prolongado de enfermedad. El número de enfermos crónicos y pluripatológicos crece de forma continua en paralelo al imparable proceso de envejecimiento de la población. El número de personas que padecen enfermedades en situación de terminalidad se incrementa en la misma proporción que lo hace el porcentaje de población en situación de riesgo de padecer enfermedades potencialmente letales.

La etapa final de nuestra vida ha sido considerada durante mucho tiempo como un periodo marcado ineludiblemente por las ideas de sufrimiento y el dolor, frente al que solo cabían actitudes de resignación y conmiseración. El proceso de la muerte era contemplado como una realidad indisolublemente unida al concepto del sufrimiento ante el que únicamente cabía oponer la esperanza de la inmediatez. Una muerte rápida e indolora era el paradigma de la “buena muerte” y el anhelo de cualquier persona que enfrentaba la etapa final de su vida. Desde esta concepción, la atención sanitaria a las personas en proceso de muerte únicamente tenía un enfoque posible y estaba basado en la búsqueda constante de la terapia, del medicamento o del tratamiento que permitiese, aunque fuese por un corto periodo de tiempo y a costa de acrecentar el sufrimiento del paciente, una prolongación de la vida del enfermo o la efímera esperanza en una cura milagrosa.

La resignación ante la inevitabilidad de la muerte no era un opción admisible para un profesional sanitario, ni una alternativa exigible para el paciente terminal. La muerte entendida como el fracaso de la medicina sólo era éticamente admisible tras el agotamiento de todas las opciones terapéuticas posibles, incluso de aquellas que la ciencia médica sabía de antemano abocadas al fracaso.

Esta realidad sólo empezó a cambiar cuando a mediados del siglo XX surgió en Inglaterra el llamado movimiento hospice, liderado por Cicely Saunders, que cuestionaba la cultura médica predominante en aquella época orientada exclusivamente a la curación de los enfermos aplicando todas las novedades terapéuticas y clínicas que los avances científicos estaban aportando al ámbito sanitario. La medicina, cada vez mas tecnificada, había abandonado el papel de cuidadora de los enfermos y únicamente centraba sus intereses en la sanación de los mismos, abandonando a su suerte a aquellos calificados como moribundos y para los que ya no resultaban de utilidad las atenciones médicas.

Muchas personas morían en sus casas o en hospitales o residencias, desahuciados por un sistema que les negaba una atención médica que consideraba inútil y condenados a padecer sufrimiento y dolor hasta el momento final de sus vidas. El ‘movimiento hospice’ propugnaba una atención médica específica al enfermo terminal con el objetivo de dignificar su proceso de muerte y paliar en la medida de lo posible el sufrimiento y el dolor. No pretendía la supervivencia del paciente o el alargamiento de la vida a toda costa, sino mejorar su calidad de vida y atender de la mejor forma posible sus necesidades físicas y espirituales y las de su familia.

Este ‘movimiento hospice’ es el antecedente mas inmediato y directo de los actuales cuidados paliativos, desarrollados en España a partir de los años 80 del pasado siglo y cuyo primer hito fue la creación en 1987 en el Hospital de la Santa Creu de Vic (Barcelona) de la primera Unidad de Cuidados Paliativos.

Han pasado ya, afortunadamente, los tiempos en que el ofrecimiento de cuidados paliativos a personas en proceso de muerte dependía exclusivamente de la buena voluntad del profesional sanitario de turno, sin que existiese un derecho subjetivo del paciente a exigir su prestación, ni una regulación de las condiciones en que los mismos debían prestarse. Actualmente los cuidados paliativos constituyen un derecho legalmente reconocido y, en el caso de Andalucía, estatutariamente consagrado (art. 20.2). Pero, lo que es aun mas importante, los cuidados paliativos son ya parte integrante de la cartera de servicios del sistema sanitario público de Andalucía y constituyen una prestación asistencial más de las reconocidas a los usuarios del sistema.

La Ley 2/2010, de 8 de abril, de los derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de muerte, no es sino el último paso de un proceso progresivo de positivación y reglamentación del conjunto de derechos que asisten a las personas afectadas por enfermedades en situación de terminalidad. Un paso muy importante y que situó a Andalucía en la vanguardia regulatoria en esta materia, pero que posiblemente no sea el punto y final en este proceso, ya que abundan las voces de quienes reclaman la necesidad de seguir avanzando en esta materia y regular derechos aún excluidos de nuestro acervo legal, pero reconocidos en otros países de nuestro entorno cultural.

No obstante, pese al desarrollo experimentado por los cuidados paliativos, si contemplamos la vida como un proceso lineal en el que se suceden diferentes fases y nos detenemos a pensar en la etapa inicial y la etapa final de ese proceso vital, comprobaremos, no sin cierta sorpresa, que hemos dedicado muchos esfuerzos e ingentes recursos a garantizar que esa primera etapa de nuestro tránsito vital se desarrolle en las mejores condiciones posibles, pero hemos dejado en el olvido esa etapa final en la que ya atisbamos el ocaso de nuestra existencia. Una etapa que, lejos de ser efímera y discurrir con celeridad, va dilatándose progresivamente en el tiempo al socaire del progreso científico y el acelerado desarrollo de las ciencias de la salud.

Desde una perspectiva estrictamente de salud, la atención sanitaria al embarazo, parto y postparto viene contando desde antiguo con un importante conjunto de medios personales, materiales e incluso organizativos, como lo demuestra el hecho de la existencia de instalaciones y dependencias específicamente dedicadas a la atención de este tipo de pacientes -hospitales maternales, hospitales infantiles- y de profesionales específicamente dedicados a su atención asistencial, agrupados en torno al reconocimiento de diversas especialidades. Y resulta lógico que así sea por cuanto la correcta atención sanitaria en las etapas iniciales de la vida se ha desvelado esencial en el devenir del ser humano al permitirnos superar con éxito las fases mas precarias de la existencia de cualquier ser vivo, garantizando así nuestra pervivencia como especie. Si cualquier vida es preciosa, la de un recién nacido resulta singularmente valiosa porque representa la esperanza de un futuro y la certeza de un porvenir.

Los elevados índices de mortalidad infantil de siglos pasados han ido reduciéndose paulatinamente conforme avanzaban los conocimientos científicos y se desarrollaba la rama de la medicina dedicada a la atención de este periodo vital. Actualmente las ratios de mortalidad infantil se encuentran, en un país desarrollado como el nuestro, en unos niveles históricamente bajos y ello no es sino el resultado de los ingentes esfuerzos realizados para dotar de unos medios materiales y personales cada vez mas numerosos y de mejor calidad a esta rama de la sanidad.

Por el contrario, la atención sanitaria a las personas que se encuentran en el final de la vida no ha contado hasta hace relativamente poco tiempo ni con espacios propios en los centros sanitarios -Unidades de Cuidados Paliativos-, ni con profesionales específicamente dedicados a su atención -paliativistas-, ni con servicios avanzados para la atención domiciliaria de los pacientes -Equipos de Soporte de Cuidados Paliativos- y sigue a la presente fecha sin contar con un reconocimiento oficial que acredite la especificidad de la labor desarrollada por estos profesionales.

Resulta especialmente llamativo este contraste entre los recursos y medios destinados a la etapa inicial de la vida y los dedicados a la etapa final del proceso vital, cuando los ponemos en relación con los datos estadísticos que demuestran que nuestro país ha entrado ya de lleno en lo que los demógrafos han venido en denominar el “invierno poblacional”, una realidad demográfica marcada por el hecho de que el número de personas fallecidas supera al de personas nacidas en un mismo año. Esta nueva realidad se dio ya en el año 2015, en el que hubo 420.290 nacimientos frente a 422.568 defunciones. Fue la primera vez desde que existen las series históricas (1941) en la que las muertes superaron a los nacimientos y se produjo un saldo vegetativo negativo. Pero no se ha tratado de una situación coyuntural que pueda explicarse por factores extraordinarios -algunos señalaron como causa a la especial virulencia de la epidemia de gripe de ese año- sino que supone simplemente un adelanto de una realidad demográfica que ya apuntaban los expertos como tendencia.

Las cifras de 2016 confirman la nueva realidad. Según los datos provisionales publicados por el INE3  en ese año se han producido 409.099 defunciones y 408.384 nacimientos.

Estos datos ponen de relieve las ineludibles consecuencias del acelerado proceso de envejecimiento que esta viviendo la sociedad española, que no sólo ponen en duda la viabilidad del sistema público de pensiones, sino que también inciden de forma muy directa en los sistemas sanitario y social que son los llamados a dar respuesta a las nuevas necesidades asistenciales y prestacionales que demanda esa sociedad envejecida.

Y entre esas necesidades por cubrir van tomando cada vez mas relieve las derivadas de la atención a las personas en proceso de muerte, no sólo por su constante incremento cuantitativo, sino también por las nuevas prestaciones asistenciales que demanda.

En el Plan Andaluz de Cuidados Paliativos4  elaborado en 2008 se cifraban las estimaciones de población susceptible de recibir cuidados paliativos en Andalucía en un margen que oscilaba entre un mínimo de 31.553 y un máximo de 62.887 personas, partiendo para ello de datos correspondientes a 2005. Hoy en día estos datos están claramente desfasados y el volumen de población potencialmente afectado es muy superior y está en constante crecimiento.

Y es partiendo de esta realidad donde hay que situar la duda que nos suscita el constatar la notoria diferencia existente entre los medios y recursos destinados a atender las necesidades de las personas que nacen y sus familias, y los destinados a satisfacer las necesidades de las personas en proceso de muerte y sus familias. Y no nos referimos exclusivamente a las necesidades asistenciales o sanitarias, sino a las necesidades de toda índole -social, económica, laboral- que presentan estas personas y su entorno familiar. La gestación, el nacimiento y la atención a los primeros años de un niño conllevan la puesta en marcha de una amplia panoplia de recursos, medios y servicios destinados a satisfacer y atender sus necesidades y las de sus familiares. Existe toda una legislación dirigida a garantizar los derechos de las mujeres durante el embarazo y a asegurar la correcta atención al recién nacido por parte de madres y padres durante el proceso posterior al parto.

Una legislación que ha recibido un gran impulso en los últimos tiempos al amparo de las políticas de conciliación de la vida laboral y personal, y que ha posibilitado la progresiva incorporación de nuevos derechos y nuevas prestaciones sociales, especialmente en los ámbito laboral, asistencial y económico, que suponen un avance innegable para las personas y familias afectadas aunque todavía resulten insuficientes para cubrir adecuadamente todas sus necesidades.

Como contrapartida, las personas que afrontan el duro trance de una enfermedad terminal y muy particularmente quienes ejercen el papel de cuidadoras de las mismas, generalmente familiares directos y mayoritariamente mujeres, pese tener necesidades similares en los ámbitos sanitario, laboral, social o económico, cuentan con un conjunto de derechos y prestaciones que son notoriamente insuficientes y claramente inferiores a los que se destinan a cubrir las necesidades de las personas durante la etapa del nacimiento.

Es cierto que las políticas de conciliación también han beneficiado a las personas que tienen a su cargo a familiares afectados por enfermedades terminales, al posibilitar, por ejemplo, la ampliación de los permisos laborales para cuidado de parientes hospitalizados o enfermos. No obstante, estos avances no son una respuesta suficiente para satisfacer las necesidades reales de aquellas personas que han de cuidar de un enfermo en proceso de muerte, que puede permanecer en esta situación durante periodos muy prolongados de tiempo y que en muchos casos no permanece hospitalizado sino atendido en su domicilio.

Tampoco las políticas de atención a la dependencia ofrecen una respuesta suficiente para las necesidades de estas personas. Prestaciones como la ayuda a domicilio son innegablemente una ayuda fundamental para esa mayoría de personas mayores -generalmente mujeres- que atienden en sus domicilios las necesidades de sus parientes en proceso de muerte, pero sus limitaciones en cuanto al número máximo de horas de la prestación o respecto a las tareas a realizar por los profesionales, no permiten solucionar las necesidades de atención continuada y especializada que demandan este tipo de enfermos. Unas necesidades que quedan desatendidas y acaban, con frecuencia, desbordando las capacidades de sus cuidadores y agotándolas física y psíquicamente.

Actualmente cuidar de una persona afectada por una enfermedad terminal con un pronóstico de vida incierto pero presumiblemente prolongado, además de conllevar un enorme desgaste personal, supone en muchos casos para la persona cuidadora el tener que abandonar la vida laboral, renunciar a las aspiraciones profesionales, sacrificar cualquier atisbo de vida social y soportar, prácticamente sin ayuda, una gravosa carga económica.

El presente Informe se centra en analizar, desde una perspectiva eminentemente jurídica, cómo se garantizan por el Sistema Sanitario Público de Andalucía los derechos que la legislación reconoce a las personas en proceso de muerte. No es un Informe, por tanto, que pretenda abordar otros aspectos de esta realidad como son los relacionados con los derechos prestacionales, laborales y económicos de estas personas y sus cuidadores. No obstante, no podemos dejar pasar la oportunidad que nos brinda un texto que va ser sometido al conocimiento del Parlamento de Andalucía para llamar la atención de los máximos representantes políticos de la ciudadanía andaluza sobre las importantes carencias existentes en esta materia y sobre la necesidad de adoptar medidas para satisfacerlas.

2. Soto Peña, Olga. Cuidar la vida, velar la muerte: diario de una antropóloga en una Unidad de Cuidados Paliativos / Olga Soto Peña ; prólogo de Pilar Sanchiz Ochoa; epílogo de José Luis Royo Aguado. Barcelona: Anthropos, 2016. 142 p.; 21 cm. ISBN 9788416421336

3. Instituto Nacional de Estadística. Estadística de defunciones. [Consulta 9-10-2017]. Disponible en: http://www.ine.es/dyngs/INEbase/es/operacion.htm?c=Estadistica_C&cid=1254736177008&menu=ultiDatos&idp=1254735573002

4. Junta de Andalucía. Análisis de la situación [apartado 2]. En: Plan andaluz de cuidados paliativos, 2008-2012. -- [Sevilla]: [Junta de Andalucía], Consejería de Salud, [2007] pp.12-35. [Consulta: 27-9-2017]. Disponible en: http://www.juntadeandalucia.es/salud/sites/csalud/galerias/documentos/c_1_c_6_planes_estrategias/plan_cuidados_paliativos/02_analisis_de_situacion.pdf